El solo intento de representarnos el dolor de los familiares de las víctimas de República de Cromañón produce escalofríos a los que nunca padecimos pérdidas directas como consecuencia de una catástrofe de esas dimensiones. Perder a un hijo debe ser, sin dudas, lo peor que puede presentarle la vida a una persona; y la mayoría de los militantes en la búsqueda de justicia por estas ciento noventa y cuatro muertes son padres con el alma destrozada y su vida indeleblemente marcada para siempre. Por esto, nuestra solidaridad siempre estará con ellos.
El presidente del tribunal leyó primero las sentencias condenatorias, que fueron duras –justas, de acuerdo a las declaraciones de los familiares de las víctimas- con Chabán, Argañaraz y el subcomisario Díaz, de la Policía Federal. Villarreal –mano derecha de Chabán- y los funcionarios públicos que tenían a su cargo las habilitaciones de locales como el de la tragedia recibieron penas menores, todas ellas por debajo del monto mínimo exigido para que sean de cumplimiento efectivo. La debacle llegó a la sala cuando el mismo juez dio a conocer la parte del fallo en el que absolvió a todos los integrantes del grupo Callejeros.
Algunos parientes de víctimas que presenciaban la lectura de la sentencia perdieron el control, insultaron a los músicos y a varios debieron desalojarlos por la fuerza cuando desde la parte superior los partidarios de los acusados dejaron caer papelitos a modo de festejo por la parte de la resolución que los liberaba de culpa y cargo. A esto, los mismos padres que calificaron de justas a las sentencias condenatorias respondieron con todo tipo de acusaciones a los jueces. No estoy en condiciones de hacer una valoración jurídica del fallo; por eso, a pesar de que no puedo entender bien por qué se deslindan tan desproporcionadamente las responsabilidades del manager con respecto a las de los músicos, entiendo que si las condenas fueron aplicadas por el mismo tribunal en todos los casos, los veredictos fueron consecuencia de valoraciones elaboradas sobre la base de idénticos criterios de evaluación de la prueba aportada por todas las partes del proceso. Es decir, que todos fueron medidos con la misma vara.
Como última referencia al caso judicial en sí mismo, a mí también me habría gustado verlo a Aníbal Ibarra en el estrado. Si los funcionarios del gobierno de la Ciudad que fueron condenados por su participación por acción u omisión en los hechos hubiesen sido designados por concurso de antecedentes, la cadena de responsabilidades podría agotarse en ellos. Pero a mi entender, y al tratarse de nombramientos políticos, el que los nominó debe responder por aquellos a quienes les confió una función para la cual no eran técnica ni moralmente idóneos.
Esta compleja situación invita a otros análisis. Como en tantas facetas de nuestra agitada vida de sociedad, aquí también los límites quedaron absolutamente borroneados. Desde aquel 30 de diciembre de 2004, los familiares se han apropiado de un tramo de una calle de la ciudad para utilizarlo como santuario para recordación de las víctimas. De nada sirvieron los numerosos intentos de las sucesivas autoridades comunales por liberar otra vez el tránsito por la calle Bartolomé Mitre. Los familiares han tomado cada uno de esos intentos como una amenaza de agresión; pero esa determinación perjudica a miles de personas que ninguna responsabilidad tienen por semejante desastre y no resulta imaginable que en otro lugar del mundo en el que impere la ley pueda ocurrir algo similar. Se entiende el dolor, se lo acompaña; pero eso no puede llevarnos a permitir todo.
Aunque su accionar fue el disparador de este texto, no se trata de cargar únicamente contra los familiares de las víctimas de Cromañón. Un grupo de “asambleístas” mantiene cortado desde hace casi tres años el principal cruce vial a Uruguay en protesta por la instalación de una industria presuntamente contaminante sobre la costa vecina del río que nos separa geográficamente con el país hermano. De la misma manera, la interrupción del tránsito en distintas vías se ha convertido en el método preferido de la protesta, a veces en defensa de intereses muy puntuales, que terminan descargando su frustración y su bronca contra quienes nada tienen que ver con las causas de su manifestación. Todos tenemos derecho a hacer conocer nuestros reclamos; es una atribución ciudadana que no se discute. Pero eso no convalida tomar como rehenes a otros ciudadanos, posiblemente perjudicados por las mismas anomalías, por lo cual el corte los convierte en víctimas al cuadrado.
¿Por qué nos pasan estas cosas? Habrá sociólogos y estudiosos que puedan encontrar explicaciones científicas a nuestros comportamientos. Pero desde el llano en el que nos encontramos surgen algunas ideas. La sentencia por la tragedia de Cromañón no será la primera vez –en este panorama tampoco la última, lamentablemente- en la que alguna de las partes siente que no se ha hecho justicia. No sólo eso; a esa presunta injusticia, además, se la relaciona con algún tipo de corrupción. Desde los sucesivos gobiernos, con el inestimable apoyo de nuestra pasividad, se han hecho incalculables aportes a la degradación de la calidad de nuestras instituciones. Para decirlo sin rodeos, nadie cree en nadie. Existe la sensación de que el que tiene dinero, cercanía al poder o ambas cosas puede utilizarlas como antídoto contra la aplicación de la ley cuando ésta afecta a sus intereses. El que no cuenta con ninguno de esos recursos, siempre de acuerdo a esa misma sensación, tendrá dificultades si se aparta del marco legal vigente y hasta podría llegar a tenerlas aún sin excederse de los límites que establece nuestra legislación.
El hilo de todo este análisis conduce a una inevitable conclusión, a la que uno lamenta profundamente llegar: nos han –nos hemos- acostumbrado a convivir con una permanente y repugnante sensación de impunidad; y cuando su justicia no tiene una sólida credibilidad, cualquier sociedad tiene sus cimientos peligrosamente socavados.
El presidente del tribunal leyó primero las sentencias condenatorias, que fueron duras –justas, de acuerdo a las declaraciones de los familiares de las víctimas- con Chabán, Argañaraz y el subcomisario Díaz, de la Policía Federal. Villarreal –mano derecha de Chabán- y los funcionarios públicos que tenían a su cargo las habilitaciones de locales como el de la tragedia recibieron penas menores, todas ellas por debajo del monto mínimo exigido para que sean de cumplimiento efectivo. La debacle llegó a la sala cuando el mismo juez dio a conocer la parte del fallo en el que absolvió a todos los integrantes del grupo Callejeros.
Algunos parientes de víctimas que presenciaban la lectura de la sentencia perdieron el control, insultaron a los músicos y a varios debieron desalojarlos por la fuerza cuando desde la parte superior los partidarios de los acusados dejaron caer papelitos a modo de festejo por la parte de la resolución que los liberaba de culpa y cargo. A esto, los mismos padres que calificaron de justas a las sentencias condenatorias respondieron con todo tipo de acusaciones a los jueces. No estoy en condiciones de hacer una valoración jurídica del fallo; por eso, a pesar de que no puedo entender bien por qué se deslindan tan desproporcionadamente las responsabilidades del manager con respecto a las de los músicos, entiendo que si las condenas fueron aplicadas por el mismo tribunal en todos los casos, los veredictos fueron consecuencia de valoraciones elaboradas sobre la base de idénticos criterios de evaluación de la prueba aportada por todas las partes del proceso. Es decir, que todos fueron medidos con la misma vara.
Como última referencia al caso judicial en sí mismo, a mí también me habría gustado verlo a Aníbal Ibarra en el estrado. Si los funcionarios del gobierno de la Ciudad que fueron condenados por su participación por acción u omisión en los hechos hubiesen sido designados por concurso de antecedentes, la cadena de responsabilidades podría agotarse en ellos. Pero a mi entender, y al tratarse de nombramientos políticos, el que los nominó debe responder por aquellos a quienes les confió una función para la cual no eran técnica ni moralmente idóneos.
Esta compleja situación invita a otros análisis. Como en tantas facetas de nuestra agitada vida de sociedad, aquí también los límites quedaron absolutamente borroneados. Desde aquel 30 de diciembre de 2004, los familiares se han apropiado de un tramo de una calle de la ciudad para utilizarlo como santuario para recordación de las víctimas. De nada sirvieron los numerosos intentos de las sucesivas autoridades comunales por liberar otra vez el tránsito por la calle Bartolomé Mitre. Los familiares han tomado cada uno de esos intentos como una amenaza de agresión; pero esa determinación perjudica a miles de personas que ninguna responsabilidad tienen por semejante desastre y no resulta imaginable que en otro lugar del mundo en el que impere la ley pueda ocurrir algo similar. Se entiende el dolor, se lo acompaña; pero eso no puede llevarnos a permitir todo.
Aunque su accionar fue el disparador de este texto, no se trata de cargar únicamente contra los familiares de las víctimas de Cromañón. Un grupo de “asambleístas” mantiene cortado desde hace casi tres años el principal cruce vial a Uruguay en protesta por la instalación de una industria presuntamente contaminante sobre la costa vecina del río que nos separa geográficamente con el país hermano. De la misma manera, la interrupción del tránsito en distintas vías se ha convertido en el método preferido de la protesta, a veces en defensa de intereses muy puntuales, que terminan descargando su frustración y su bronca contra quienes nada tienen que ver con las causas de su manifestación. Todos tenemos derecho a hacer conocer nuestros reclamos; es una atribución ciudadana que no se discute. Pero eso no convalida tomar como rehenes a otros ciudadanos, posiblemente perjudicados por las mismas anomalías, por lo cual el corte los convierte en víctimas al cuadrado.
¿Por qué nos pasan estas cosas? Habrá sociólogos y estudiosos que puedan encontrar explicaciones científicas a nuestros comportamientos. Pero desde el llano en el que nos encontramos surgen algunas ideas. La sentencia por la tragedia de Cromañón no será la primera vez –en este panorama tampoco la última, lamentablemente- en la que alguna de las partes siente que no se ha hecho justicia. No sólo eso; a esa presunta injusticia, además, se la relaciona con algún tipo de corrupción. Desde los sucesivos gobiernos, con el inestimable apoyo de nuestra pasividad, se han hecho incalculables aportes a la degradación de la calidad de nuestras instituciones. Para decirlo sin rodeos, nadie cree en nadie. Existe la sensación de que el que tiene dinero, cercanía al poder o ambas cosas puede utilizarlas como antídoto contra la aplicación de la ley cuando ésta afecta a sus intereses. El que no cuenta con ninguno de esos recursos, siempre de acuerdo a esa misma sensación, tendrá dificultades si se aparta del marco legal vigente y hasta podría llegar a tenerlas aún sin excederse de los límites que establece nuestra legislación.
El hilo de todo este análisis conduce a una inevitable conclusión, a la que uno lamenta profundamente llegar: nos han –nos hemos- acostumbrado a convivir con una permanente y repugnante sensación de impunidad; y cuando su justicia no tiene una sólida credibilidad, cualquier sociedad tiene sus cimientos peligrosamente socavados.