jueves, 29 de julio de 2010

No hay mal que por bien no venga, Diego

En el texto anterior hice un elogio del ciclo mundialista de Diego Armando Maradona. Desde los números, ha sido el mejor rendimiento de las últimas décadas exceptuando el título del 86 y el subcampeonato del 90. Desde el juego, esto ya es una opinión, el equipo de Maradona no fue menos que los de Passarella y Pekerman y pudo mostrar más que el de Bielsa (esto último, además, tiene el valor de estar siendo escrito por un bielsista confeso e incondicional).
Todo hacía pensar que Diego iba a seguir. Esa era la sensación en los días que siguieron a la dolorosa eliminación a manos de los alemanes en Ciudad del Cabo. Pero no fue así y de una manera absolutamente desprolija y poco decorosa, Maradona se enteró por cadena nacional y de boca del vocero de la AFA que su vínculo no sería renovado.
La respuesta demoró un día. En su primera conferencia como ex entrenador del seleccionado argentino, Diego leyó un comunicado que había sido redactado por uno de sus asesores legales. En él dijo que lo llamaron a apagar un incendio (cosa cierta), que lo apagó (podríamos concedérselo) y que ahora que podía empezar su propio ciclo le niegan la oportunidad. Acusó a Julio Grondona de haberle mentido y a Carlos Bilardo de haberlo traicionado. Dijo que tuvo una eliminatoria dura con equipos difíciles (N. del R.: cinco de los nueve rivales fueron Venezuela, Bolivia y los vestigios de lo que alguna vez fueron Perú, Ecuador y Colombia). Pero no emitió una sola palabra de autocrítica. Dijo que él y sus colaboradores la hicieron hacia adentro. Aquí llama la atención cómo Diego entiende que él puede reservarse para sí y los suyos sus errores, miserias y carencias mientras se permite hacer acusaciones del tenor de la que les hizo a los mencionados más arriba, por más razón que pudiera asistirle.
También aquí es notable lo de algunos periodistas, con alguna excepción, tomando partido sin reparos. Es verdad que no resulta muy difícil elegir entre Grondona y Maradona a favor del “Diez”, pero quizás hayan perdido de vista que estamos hablando de la Selección y que el cometido es buscar lo mejor para ella por encima de los nombres, aunque se trate del del propio Diego. El Diego que, lamentablemente para nosotros, ya no juega. El Diego al cual el peso de su nombre y su historia catapultaron a una función para la que no estaba suficientemente preparado. Sólo él podría haber accedido a dirigir a la Selección mostrando como únicos antecedentes dos intrascendentes y breves ciclos dirigiendo a Deportivo Mandiyú y a Racing Club a mediados de la década del 90. Desde que dejó de jugar en 1997, su relación con el fútbol tuvo que ver mucho más con lo sentimental que con lo práctico, con todos los vaivenes que su vida tuvo en ese mismo lapso. Diego fue claro: “me llamaron para apagar un incendio”. Tan cierto como que él pensó que por ser él podría apagarlo sin traje de amianto, sin casco, sin mangueras y hasta sin agua; tan cierto como que creyó que con la sola mención de su nombre sería suficiente, como cuando jugaba.
Diego hizo de su gestión en la Selección un conflicto casi permanente, abriendo frentes por todos lados. Con Grondona por Ruggeri, con Riquelme por los códigos, con Bilardo por Mancuso, con los dirigentes de River por el Monumental, con Pelé por lo de siempre, con algunos periodistas porque los invitó a seguir chupándola y otra vez con Grondona por la gira previa al Mundial; y estos no son todos.
También se mostró irreflexivo ante situaciones clave: defendió a ultranza el derecho de los bolivianos a jugar en la altura de La Paz con lo que ello representa para los jugadores que habitualmente se desempeñan a nivel del mar. Pero en un exceso de esa noble y deportiva actitud, mandó a su equipo a jugar con un planteo que ignoraba esa dificultad científicamente comprobada y un equipo de la Primera C del fútbol mundial terminó regodeándose y metiéndole un humillante 6 a 1 a un conjunto de estrellas internacionales. Una vez más, sólo el poder de su nombre evitó lo que para cualquier técnico habría sido la inmediata eyección de su puesto. Esa irreflexión también le impidió situarse en el rol de técnico a la hora de tomar algunas determinaciones. Diego vive, piensa, razona y ejecuta todavía como jugador; él hace lo que habría esperado que su técnico hiciera con él cuando jugaba; y a veces hay que hacer lo contrario. Si un jugador no muestra un buen nivel, bancarlo “a muerte” termina exponiéndolo, por más buena intención que llevara la decisión de sostenerlo.
A pesar de este raconto de cuestionamientos, también es justo decir que Diego vive, respira, sueña y suda fútbol; y que además de todo esto lo conoce y lo entiende como pocos. No hay muchos de los que se pueda aprender y dé tanto gusto escuchar cuando se refiere específicamente al juego como él.
Por eso, no hay mal que por bien no venga. Ojalá Diego (hace unas cuantas líneas ya que dejé de usar su apellido) pueda capitalizar esta experiencia. Ojalá se decida definitivamente a ser técnico y se dedique de lleno a dirigir. Que entrene equipos u otras selecciones, que gane cosas, que se pegue más porrazos, que se enriquezca para esta nueva etapa de su relación con el deporte del cual es el dios viviente.
Así, dentro algunos años llegará otra vez a la puerta del predio de Ezeiza, le entregaremos un buzo celeste y blanco, un silbato y le diremos: “¡pase Maestro; lo estábamos esperando!”