viernes, 16 de octubre de 2009

Autocrítica, divino tesoro

No resiste demasiado análisis el hecho de que bajo la conducción de Diego Armando Maradona en el rol de entrenador a la Selección Argentina no le ha ido nada bien. Terminó cuarta en una eliminatoria hecha a la medida de los grandes del continente. Es cierto que la herencia que dejó Basile no era fácil de remontar, pero Diego no le hizo ningún aporte sustancioso al cambio de rumbo y los pocos en los que hizo notar su mano contribuyeron a empeorar el panorama. Errores tácticos de principiante en el partido de La Paz ante Bolivia le hicieron sufrir una cachetada que habría significado el final de cualquier otro entrenador. Ante una derrota con idénticos números contra Argentina, Hernán “Bolillo” Gómez debió dejar el representativo ecuatoriano argumentando que ese 1-6 era un resultado “sacatécnicos”. Diego sobrevivió, aun cuando el claro desnivel de jerarquía a favor del equipo argentino era una agravante para semejante caída. En poco más de cinco años a cargo de la Selección y con dos ciclos mundialistas desde su inicio –el segundo trunco-, Marcelo Bielsa nominó ciento diez jugadores; en cambio, con once meses en la gestión y habiendo asumido un año y medio antes del Mundial, lo que equivale a la etapa de definiciones del proceso camino al máximo torneo, Maradona convocó a casi ochenta jugadores; a Sudáfrica sólo podrá llevar veintitrés. Hubo muchachos a los que convocó y borró sin que una u otra decisión parecieran respaldadas por algún criterio razonable. Arrancó con gran dedicación, viajando al encuentro de sus futbolistas en cualquier lugar del mundo en el que los jugadores se desempeñaran, pero el ritmo de entrenamiento de los últimos tiempos distaba de ser el acorde a la exigencia de la altísima competencia. Esto no es hacer leña del árbol caído; en un texto que publiqué el mismo día en el que Diego se hizo cargo del seleccionado, dejé claro qué pensaba de su designación.
El 11 de julio de 1982, Enzo Bearzot estaba en su día de gloria. Minutos antes, el equipo que dirigía, la Selección de Italia, le había ganado por 3 a 1 la final del Mundial de España a Alemania en el estadio Santiago Bernabéu, en Madrid. El entrenador y sus dirigidos habían sido ferozmente criticados durante todo el proceso que los llevó hasta la definición contra los germanos. Llegado a la conferencia de prensa tomó su lugar, observó al auditorio, miró a los periodistas –entre los cuales reconoció a varios de sus críticos- con una evidente ansia de revancha y tomó la iniciativa con una pregunta hacia ellos que tenía más filo que un puñal: “¿ Y ahora?”
Algo más de veintisiete años después, Diego Armando Maradona eligió otro camino para tomar su desquite. Tras la victoria 1 a 0 ante Uruguay en el mismísimo estadio Centenario, festejó dentro de la cancha más como hincha que como entrenador. No estamos acostumbrados a cosas así en ese nivel de competencia, pero no caben reproches serios por eso. Un rato más tarde, en la conferencia de prensa, supuestamente con las pulsaciones otra vez en su ritmo normal, se despachó con las guarangadas y obscenidades que todos conocemos y no vale la pena repasar. No es necesario, la conducta de Diego frente a la prensa mundial en ese encuentro no resiste análisis. Fue un mamarracho impropio de alguien con esa responsabilidad. Eso está claro.
Pero me gustaría ir un poco más allá en la observación y asir la lupa sobre lo que hay dentro del impresentable envoltorio que Diego le puso a su bronca. Esta, me parece, fue la primera vez en la que tuvo que enfrentarse con la prensa especializada en fútbol. Hasta el miércoles, sus mayores choques se habían producido contra quienes desde el periodismo de actualidad cubrían los vaivenes de la vida extrafutbolística de Maradona con un tinte intensamente amarillo. Ahora, en cambio, había notado que desde el ámbito desde el cual muchos antes lo alababan incondicional e interesadamente y se habían beneficiado con su “amistad” ahora se cruzaban de vereda. En su concepto, lo habían traicionado. Diego cometió el grave error de generalizar y no marcar puntualmente a los destinatarios de su grosería, salvo a uno que estaba en la conferencia y fue desubicadamente abordado por el Diez, pero creo que no está del todo errado en su diagnóstico.
Desde mi punto de vista, muchas actitudes de algunos que dicen trabajar de periodistas son un atentado al periodismo. Como amante de esta profesión, después del triunfo ante Uruguay me dio pena ver cómo las dos pretendidas estrellas de la cobertura en campo de juego corrían ansiosamente detrás de los jugadores a los que segundos antes habían visto dedicarles cantitos hostiles a los “putos periodistas”. “Diego, amigo”, decía el cronista-cantante que intentaba hablar con él. En esos remedos de entrevista que tuvo con los jugadores no aludió ni mínimamente al tema, ni siquiera ante la encomiable mesura y ubicación que mostró Juan Sebastián Verón frente a los micrófonos. En el multimedios en el que trabaja el periodista que se cruzó con Diego en la conferencia de prensa, todos los cañones estuvieron apuntados a despedazar a Maradona haciendo un minucioso análisis de su campaña como nunca antes se lo habían permitido. Todos los periodistas del grupo aportaron sus piedras al intento de lapidación, en una muestra del más ramplón corporativismo, el mismo que inundó a casi todos los medios desde que se produjo el indefendible exabrupto de Maradona. Para eso sí hay unión; para atacar sin cuartel y desde todos los frentes a cualquiera que ose cuestionar a esta inagotable fuente de virtud impoluta que cree ser el periodismo argentino, ese que vive buscando la paja en el ojo ajeno sin ver la viga en el propio y exigiendo autocrítica de todo el mundo cuando ha sido y es incapaz de ejercerla, a pesar de lo mucho que la necesita.