lunes, 6 de julio de 2015

Reflexiones post Copa América

Hay algo sobre lo que creo que vale la pena apoyarse de arranque, por más obvia que resulte la mención: si se perdió la final es porque se la jugó, se estuvo ahí; y es la segunda final en dos años y en las dos competencias más importantes que puede jugar una Selección de esta parte del mundo. A la del Mundial se volvió después de veinticuatro años y a la de la Copa América después de ocho, habiendo pasado la amargura de la prematura eliminación de la jugada en nuestro país.
El fútbol se empareja a nivel planetario. Los que ganaban siempre ya no triunfan tan seguido y los que no ganaban nunca empiezan a escribir sus páginas de gloria; y en lo que mí respecta, me resulta apasionante estar presenciando este reacomodamiento del orden futbolístico mundial.

Comparto en lo general la visión que Gerardo Martino entregó en la conferencia de prensa; para mí también fue Argentina la que hizo un poco más de mérito para llevarse la victoria, pero en el contexto de un partido marcadamente parejo como fue esta final de Santiago, la diferencia puede quedar escondida detrás de pequeños detalles. En una de las últimas jugadas de un encuentro con pocas situaciones de gol, el contraataque de Messi, Lavezzi e Higuaín falló por milímetros, como también Alexis Sánchez tuvo la suya con un remate cruzado que salió por poco junto al poste derecho de Romero; y en este contexto de tanta gravitación del detalle, ¿qué habría pasado si el mediocre y temeroso árbitro colombiano Wilmer Roldán hubiese cobrado el penal a Marcos Rojo en el último minuto de los noventa del tiempo regular? Si hubiese sancionado como correspondía la exasperante recurrencia de Charles Aránguiz a la comisión de faltas, varias de ellas merecedoras de amarilla, el ex Quilmes no habría terminado el partido. Lo de Roldán no está planteado como una excusa, sino como una invitación a pensar cuán cerca se estuvo de que algunas variables influyentes -y por ende, el resultado- fueran diferentes.

Se idolatra a Javier Mascherano con la misma intensidad con la que se castiga a Lionel Messi. Eso habla en buena parte del desprecio que se tiene, en muchos casos por desconocimiento, del juego en sí mismo; y no porque el mediocampista central no le aporte al equipo en ese aspecto, sino porque Messi es, hoy por hoy, desde hace años y sin discusiones alrededor del mundo, el máximo exponente. Pero aun blandiendo la lupa sobre la presunta carencia espiritual y falta de amor por la Selección, no se encuentra allí el vacío que muchos denuncian.  Pensémoslo con lógica y buena leche: ¿A cuántas convocatorias ha faltado Messi desde que jugó por primera vez con el seleccionado mayor? ¿De cuántas de ellas, pudiendo haberse “bajado”, nunca lo hizo? Si no quiere a la Selección, ¿cómo hizo para llegar a los cien partidos? Se banca las persecuciones y los golpes sin chistar, porque sabe que el equipo lo necesita siempre en la cancha; y para afrontar ese asedio con esa actitud también hace falta mucho huevo, mucho más aún que para reaccionar, pegar un golpe o dar un insulto e irse expulsado dejando al equipo sin su mejor carta. Afirmar que Messi es un “pecho frío” o que “no le interesa jugar en la Selección Argentina” (ni hablar de la historia de que no canta el himno) es, para mí, una estupidez que se cae por su propio peso.

Carlos Tévez es en estos días uno de los delanteros de más alto nivel en el mundo. Lo sabía Sabella, lo sabe Martino y todos estamos de acuerdo con eso. Pero no es garantía de nada, como no lo es ningún jugador sobre la faz de la Tierra. No lo fue Maradona, no lo es Messi ni tampoco lo es Tévez. Todo lo demás son puntos de vista válidos y conjeturas más o menos comprobables, como las que hay en esta misma nota un poco más arriba. ¿Por qué lo lleva, si va a ponerlo poco? Porque es una de las posibilidades que le ofrecen las atribuciones derivadas de su función. A mí me cuesta pensar que Martino tome una decisión sabiendo que está desechando otra a la que sabe mejor que la adoptada para el bien del equipo; y luego de esto, es él y no nosotros quien trabaja con los futbolistas en el entrenamiento y quien convive con ellos en el día a día de la concentración. Pero claro, Martino tiene que tomar sus opciones antes de los partidos, para ver cómo los gana; y nosotros podemos sentarnos a esperar los resultados para saber si lo hizo bien o mal.

Habrá que ver cómo se suceden los acontecimientos post Copa América y en lo previo a las Eliminatorias mundialistas y la Copa América del Centenario. Ojalá me equivoque, pero tengo la sensación de que en lo inmediato se vienen días complicados mediáticamente alrededor de la Selección. Pueden aparecer convenientemente miserias que habrían quedado convenientemente sepultadas si el resultado hubiese sido otro. Si esto sucede, habremos vuelto a perder. Pero no por penales, sino por goleada.


domingo, 17 de mayo de 2015

Dos grandes "verdades" que son dos grandes mentiras


“ESTO SE VA A RESOLVER EL DÍA QUE NO ESTÉ GRONDONA.”

¿Cuántas veces hemos escuchado o dicho esta sentencia? Cientos, miles, millones de veces. El postulado parecía tener una carga irrefutable de lógica. Julio Grondona no sólo era el presidente de la AFA, sino que también era una especie de dios todopoderoso habilitado para tomar decisiones que podían vulnerar las propias reglamentaciones y que eran aceptadas por todos los dirigentes con el mismo gesto con el que un chico obedece un mandato “porque lo dijo papá”.

Julio Grondona se fue de la vida hace algunos meses y no se percibe que nada esté empezando a cambiar ni mucho menos. Los dirigentes quieren manejar todo como se hacía cuando vivía Don Julio, a quien le bastaba subir o bajar un pulgar para terminar con un conflicto. Ahora no tienen a quién recurrir, sino que tienen que hacer aquello para lo que fueron elegidos, ya sea en las elecciones de los clubes como por sus pares dentro de la estructura de la AFA; y como siempre supieron que en última instancia “papá” sabría qué hacer, nunca se esforzaron por ser mejores. Su mayor empeño lo dedicaban a ver de qué forma se ganaban el favor de papá, sabiendo que al que estuviera cerca de Grondona el sol lo mantendría calentito aunque hiciera frío polar.

Cualquier actividad deportiva competitiva tiene que tener un entorno reglamentario que brinde un marco de igualdad a todos sus participantes. Igualdad no es pretender que el grande deje de ser grande y que el chico deje de ser chico sólo por una decisión. Igualdad, en este aspecto, es que ante el mismo hecho se aplique la misma regla sin importar quiénes sean los involucrados. Aquello de la balanza y la venda en los ojos.

Este es, para mí, uno de los principales problemas de nuestra organización; pero es una deficiencia tan elemental, que influye decisivamente en el desarrollo de toda la actividad. Una competencia deportiva es, también, un choque de intereses; y necesita de reglas claras que en nuestro contexto están sancionadas, pero que rara vez son aplicadas; y al que le toca eventualmente someterse al rigor de las leyes no lo acepta porque a otro competidor no se lo aplicaron cuando lo merecía. Así entramos en una cadena viciosa en la cual nadie quiere ser el primer eslabón que se corta. Así no hay manera.

Los dirigentes, desde su lugar de conducción, deberían dar el ejemplo de sometimiento a las reglas que, por otra parte, no aparecieron talladas en una piedra encontrada en lo alto de un monte. No. Esas reglas se sancionaron en los recintos de la AFA por iniciativa y con la aprobación de esos mismos dirigentes que hacen todos los malabares posibles para vulnerarlas. Hacen lobby, rosquean, presionan, embarran la cancha, trafican influencias. No dan ningún buen ejemplo.

La “grondonean” sin Grondona y así nos va.


“EL PROBLEMA DE LA VIOLENCIA EN EL FÚTBOL SE ARREGLA CUANDO METAN EN CANA A LOS BARRAS.”

En mi opinión, y de acuerdo a la evolución del problema de la violencia en nuestro fútbol a lo largo de los años, esa sentencia es una simplificación de la mirada.

Las barras bravas son un problema, desde ya. En su mayoría –por no decir todas- responden cabalmente a la definición que da el código penal de una asociación ilícita: grupos de personas que se reúnen con la finalidad de delinquir. ¿Tienen que ir presos? Sí, en la abrumadora mayoría de los casos.

Pero hoy, la temática de la violencia en los estadios excede a la problemática de los barras. Con los años, el hincha común se “barrabravizó”. Por acción u omisión le dio al barrabrava la entidad de ejemplo de amor al club por medio de adoptar los criterios que los barras tenían antes de postergar ese amor por el pragmatismo de los negocios. El barrabrava ya no se pelea “por los colores” porque está en otra cosa y el hincha común “defiende” los colores como si fuera un barrabrava. No tolera la victoria de un rival (ni hablar de tener que comerse como local un festejo ajeno, cosa que “hay” que evitar por todos los medios) y hasta le resulta provocativa la mera presencia o cercanía de un rival. Cuando todavía se habilitaba el ingreso de visitantes a los estadios, éstos eran ubicados en pequeños guetos a los que debían acceder por caminos especialmente trazados en la calles aledañas con paneles que impiden que los hinchas de uno y otro (todos ellos personas integrantes de la misma sociedad) puedan verse siquiera.

Una vez dentro, todo el mundo vive el partido con una carga de tensión inusitada. Basta con ver la reacción que genera un gol, que suele liberar una descarga de bronca contenida y no la expresión de alegría que sería esperable por la conquista del equipo del que se es hincha. Ese gol desata un festejo que no tiene que ver con la propia satisfacción tanto como con la posibilidad de enrostrárselo a quien lo padece en el mismo partido o a algún clásico rival al que, seguramente, ese gol no le caerá bien.

Hay cero capacidad de asimilar la frustración deportiva. Si se perdió es porque “nos robaron”, porque “molestamos y nos tiran al bombo” o porque los jugadores son “mercenarios y/o cagones”, entre otras argumentaciones; y si esa frustración es el descenso de categoría, algún bobo lo equiparará con la pérdida de un familiar y se sentirá autorizado a manifestar su malestar de la forma que se le ocurra, sin ningún concepto de los límites.

Ya está naturalizado y casi que se hizo ley que un jugador no pueda gritar un gol hecho contra su exclub y, muchísimo menos, si lo consigue en calidad de visitante; y aunque no haga un gol, será hostigado durante todo el partido por el solo hecho de tener otra camiseta; y con los clásicos, la fiebre rompe todos los termómetros. El aire se vuelve irrespirable en los días previos y posteriores. Son tan pocas las excepciones en este punto, que no llegan a torcer esa nefasta tendencia.

Los periodistas como colectivo, también con las excepciones como mínima expresión, tenemos nuestra parte de responsabilidad por lo que hacemos o no. Fueron muchos años de demagogia legitimando todas las reacciones del hincha. Muchos años de convalidar, erróneamente y sin alertar sobre los excesos, la certeza de que “somos los hinchas más apasionados del mundo”. Muchos años de alimentar o no condenar desde sus primeras manifestaciones a la cultura del aguante. Muchos años de ocuparnos de lo que pasa fuera del terreno de juego muchísimo más que de lo que pasa dentro. Muchos años de dejar crecer el “periodismo fierita”. Muchos años de pereza intelectual, en lugar de agrandar nuestro horizonte de conocimiento para robustecer nuestra capacidad de análisis. Muchos años de pensar y ejercer el periodismo como un fin y no como un medio, atendiendo, defendiendo o no denunciando intereses no compatibles con nuestra función específica.

Muchos años de hacer las cosas mal, como se las hace en cada uno de los aspectos que se suman para que la realidad de nuestro fútbol sea la que tenemos hoy.


sábado, 26 de octubre de 2013

La crítica (no) será terrible

En su ya tradicional espacio radial de cada medianoche, el Negro Dolina se tomó un tiempito para hablar de su parecer sobre las transmisiones de fútbol en la Argentina. Fue crítico; y, además, se expresó con la lucidez, la acidez y el sarcasmo que forman parte de su marca registrada.

Dolina, detalle que aclaró a la noche siguiente de su comentario original, no estaba refiriéndose exclusivamente a las transmisiones de Fútbol para Todos. Escuchando con atención y buena leche, esto quedaba más que claro. Habló de errores a la hora de mencionar a los jugadores, citas ociosas de la estadística, imágenes que sacaban al espectador del juego en sí mismo y otras cuestiones a las que sintetizó como “una conspiración para que no veamos los partidos”.

Más allá de las exageraciones y el tono irónico y, a veces, soberbio de Dolina, es importante detenerse en los argumentos de su exposición. Creo que hay más de uno que son atendibles; pero sólo voy a centrarme en los periodísticos, que son los que me involucran. Comparto la convicción de que la estadística citada indiscriminadamente llena el aire de datos absurdos y conducentes a nada; y mucho menos sirven para animarse a prever, ni siquiera a suponer, el posible resultado del juego que estamos transmitiendo. No tiene mucho sentido saber si el “9” de Karlsruhe metió todos sus goles en las tardes de lluvia con menos de diez grados de temperatura (permítaseme la exageración para graficar el ejemplo), así como tampoco ensayar complicadas y abundantes explicaciones de situaciones que no las requieren.

También consumimos muchas energías y segundos de aire ocupándonos de vigilar con lujo de detalles si Fulanito festeja o no el gol que le hizo a su exclub o al club tradicionalmente rival de aquel con el que Menganito está más identificado o cómo recibió la hinchada local a un exjugador o extécnico de su equipo. En otro tramo, el Negro mencionó las charlas entre nosotros que no tienen relación con el partido; y ese es otro punto en el que le doy la derecha. Las charlas y los chistes internos que dejan fuera al espectador también ensucian la transmisión.

Él tampoco omitió la queja de muchos invictos de sofá, que reconocen inmediatamente a todos los jugadores aunque tengan los ojos cerrados. “No aciertan a los jugadores, no conocen ni a los que juegan en nuestro país”. Eso no es así. Algunos más y otros menos, pero todos los relatores confunden alguna vez jugadores durante el relato o comentario. Eso no quiere decir que no conozcan o que sean malos profesionales. Siempre se hace todo lo posible para reducir al mínimo el margen de error, que, de todos modos, siempre está latente cuando se trabaja en vivo; y una vez cometido, no se lo puede eliminar por más rápido que podamos hacer la rectificación de la observación o el dato erróneos.

Lo que ocurre, a diferencia de lo que sucedía en tiempos del fútbol codificado, es que hoy se ve por televisión abierta los diez partidos de la Primera División y varios de la B Nacional. Todo, además, está a disposición de una teleaudiencia muy masiva en todo el país y el mundo gracias a las nuevas tecnologías. Antes, en cambio, los pocos partidos disponibles en vivo sólo estaban al alcance de los que podían (y/o querían) pagarlos; el resto nos llegaba varias horas (o días) después de disputados con una prolija edición que disimulaba los errores, incluso haciendo grabar posteriormente el audio sobre las jugadas que en el momento que se produjeron habían sido erróneamente advertidas por los periodistas. El vivo no da ese margen y, por lo precedente, pagamos el precio con mucho gusto.

Así todo, hay que aprender a aceptar la crítica. Los periodistas la hacemos cotidianamente y en muchos casos de nuestro lado tampoco se escatima la sorna y la ironía, cuando no la agresión y/o la descalificación. De la misma manera que exigimos tolerancia para nuestras críticas hacia otros, debemos recibir las que se hacen sobre nuestro trabajo; y, por qué no, tomarnos el tiempo para analizarlas y ver si de ellas hay algo que nos motive a rever y mejorar algunas de nuestras prácticas. La que nos hizo Alejandro Dolina a mí me sirve.

martes, 20 de marzo de 2012

Es fútbol, muchachos; sólo fútbol


Estoy de acuerdo con que la AFA no tiene un sistema de justicia deportiva confiable. Fallos distintos ante situaciones similares, fallos reñidos con las reglas, fallos a medida del lobby que sea capaz de hacer el dirigente del club infractor y mil etcéteras refuerzan esta certeza. No hay dudas de eso, no está en discusión.

La convicción precedente, sin embargo, no sirve de ninguna manera como explicación ni atenuante para hechos como los ocurridos en el estadio de San Lorenzo el último domingo, tras el partido contra Colón. Una cadena de sucesos que debería avergonzarnos en nuestra condición de seres civilizados aficionados al fútbol.

Ya se ha analizado profusamente la jugada en cuestión y parece acreditado que Abal hizo una errónea interpretación de la recomendación que la FIFA había emitido para ese tipo de situaciones. Pero por seguro que se esté del error cometido por el árbitro (que no tuvo veinte repeticiones ni ángulos distintos para observar el movimiento de José Palomino), no se puede querer linchar al árbitro en su salida del campo de juego, no se puede permitir (si no, directamente, alentar) el ingreso de particulares y/o barrabravas a sectores restringidos en una pretendida búsqueda de “justicia”. Mucho más, cuando –por ejemplo- la misma gente de San Lorenzo festejó un error mucho más grave de Carlos Maglio en la decimoséptima fecha del Apertura pasado contra Tigre (rival directo en la pelea por la permanencia), cuando convalidó un gol de Nicolás Bianchi Arce que debió ser anulado por una grosera falta previa de Cristian Tula a Carlos Casteglione. Primera conclusión, básica, casi obvia para todo verdadero amante de cualquier deporte: los errores arbitrales van y vienen. Lo que hoy es un perjuicio, ayer fue o mañana será un beneficio. Es parte del juego y hay que entenderlo y aceptarlo así.

Antes de irnos de este ya famoso partido, detengámonos para este párrafo en la actitud casi antiprofesional de los jugadores de San Lorenzo, con Palomino a la cabeza: se desentendieron de la jugada al ver al asistente Fernández con la bandera levantada, cuando hasta en el fútbol infantil se tiene claro que el único elemento –y ningún otro- que detiene el juego es el silbato del árbitro; y no hay ninguna duda de que el de Diego Abal jamás sonó en la mentada situación.

Todo lo acontecido en el Nuevo Gasómetro es el punto de partida para una serie de reflexiones.
No se puede desde los medios fogonear la violencia, ya sea por desconocimiento o búsqueda de rating. Está bien citar el error de Abal, analizarlo y, fundamentalmente, enseñar de qué se trata. Está mal demonizar al árbitro arrojando sobre él un manto de sospecha. Si hay elementos que lo comprometen, hay que hacer la denuncia; si no, hay que aceptar y tolerar el error ajeno con la misma indulgencia con la que dejamos pasar los propios. Está mal mostrarse comprensivo y casi entender como lógicas las reacciones violentas, aunque sea amparándose en lo comentado en el primer párrafo de este texto. Nunca está bien la violencia. Nunca, por ninguna causa. Se trata de hacer el trabajo con buena leche.

No se puede, desde el amor a un club, creer que la justicia pasa por romper todo (hasta el propio estadio) y linchar a un árbitro que cometió una equivocación o, peor aún, amenazar a su familia y alentar a un ataque físico contra él publicando en foros de hinchas su domicilio y su número de teléfono. No se puede, como persona de bien, gritar a los cuatro vientos ante una eventual injusticia perjudicial y, luego, entender la beneficiosa como una justa compensación, porque así no se está buscando justicia, sino solamente fallos favorables, dando igual que sean justos o injustos. No se puede, desde la angustia que genera la situación deportiva, pensar que todo se debe a una confabulación siniestra tendiente a hacer descender a un equipo que, especialmente desde sus últimas conducciones dirigenciales, hizo más que sobrados méritos para estar donde está.

jueves, 29 de julio de 2010

No hay mal que por bien no venga, Diego

En el texto anterior hice un elogio del ciclo mundialista de Diego Armando Maradona. Desde los números, ha sido el mejor rendimiento de las últimas décadas exceptuando el título del 86 y el subcampeonato del 90. Desde el juego, esto ya es una opinión, el equipo de Maradona no fue menos que los de Passarella y Pekerman y pudo mostrar más que el de Bielsa (esto último, además, tiene el valor de estar siendo escrito por un bielsista confeso e incondicional).
Todo hacía pensar que Diego iba a seguir. Esa era la sensación en los días que siguieron a la dolorosa eliminación a manos de los alemanes en Ciudad del Cabo. Pero no fue así y de una manera absolutamente desprolija y poco decorosa, Maradona se enteró por cadena nacional y de boca del vocero de la AFA que su vínculo no sería renovado.
La respuesta demoró un día. En su primera conferencia como ex entrenador del seleccionado argentino, Diego leyó un comunicado que había sido redactado por uno de sus asesores legales. En él dijo que lo llamaron a apagar un incendio (cosa cierta), que lo apagó (podríamos concedérselo) y que ahora que podía empezar su propio ciclo le niegan la oportunidad. Acusó a Julio Grondona de haberle mentido y a Carlos Bilardo de haberlo traicionado. Dijo que tuvo una eliminatoria dura con equipos difíciles (N. del R.: cinco de los nueve rivales fueron Venezuela, Bolivia y los vestigios de lo que alguna vez fueron Perú, Ecuador y Colombia). Pero no emitió una sola palabra de autocrítica. Dijo que él y sus colaboradores la hicieron hacia adentro. Aquí llama la atención cómo Diego entiende que él puede reservarse para sí y los suyos sus errores, miserias y carencias mientras se permite hacer acusaciones del tenor de la que les hizo a los mencionados más arriba, por más razón que pudiera asistirle.
También aquí es notable lo de algunos periodistas, con alguna excepción, tomando partido sin reparos. Es verdad que no resulta muy difícil elegir entre Grondona y Maradona a favor del “Diez”, pero quizás hayan perdido de vista que estamos hablando de la Selección y que el cometido es buscar lo mejor para ella por encima de los nombres, aunque se trate del del propio Diego. El Diego que, lamentablemente para nosotros, ya no juega. El Diego al cual el peso de su nombre y su historia catapultaron a una función para la que no estaba suficientemente preparado. Sólo él podría haber accedido a dirigir a la Selección mostrando como únicos antecedentes dos intrascendentes y breves ciclos dirigiendo a Deportivo Mandiyú y a Racing Club a mediados de la década del 90. Desde que dejó de jugar en 1997, su relación con el fútbol tuvo que ver mucho más con lo sentimental que con lo práctico, con todos los vaivenes que su vida tuvo en ese mismo lapso. Diego fue claro: “me llamaron para apagar un incendio”. Tan cierto como que él pensó que por ser él podría apagarlo sin traje de amianto, sin casco, sin mangueras y hasta sin agua; tan cierto como que creyó que con la sola mención de su nombre sería suficiente, como cuando jugaba.
Diego hizo de su gestión en la Selección un conflicto casi permanente, abriendo frentes por todos lados. Con Grondona por Ruggeri, con Riquelme por los códigos, con Bilardo por Mancuso, con los dirigentes de River por el Monumental, con Pelé por lo de siempre, con algunos periodistas porque los invitó a seguir chupándola y otra vez con Grondona por la gira previa al Mundial; y estos no son todos.
También se mostró irreflexivo ante situaciones clave: defendió a ultranza el derecho de los bolivianos a jugar en la altura de La Paz con lo que ello representa para los jugadores que habitualmente se desempeñan a nivel del mar. Pero en un exceso de esa noble y deportiva actitud, mandó a su equipo a jugar con un planteo que ignoraba esa dificultad científicamente comprobada y un equipo de la Primera C del fútbol mundial terminó regodeándose y metiéndole un humillante 6 a 1 a un conjunto de estrellas internacionales. Una vez más, sólo el poder de su nombre evitó lo que para cualquier técnico habría sido la inmediata eyección de su puesto. Esa irreflexión también le impidió situarse en el rol de técnico a la hora de tomar algunas determinaciones. Diego vive, piensa, razona y ejecuta todavía como jugador; él hace lo que habría esperado que su técnico hiciera con él cuando jugaba; y a veces hay que hacer lo contrario. Si un jugador no muestra un buen nivel, bancarlo “a muerte” termina exponiéndolo, por más buena intención que llevara la decisión de sostenerlo.
A pesar de este raconto de cuestionamientos, también es justo decir que Diego vive, respira, sueña y suda fútbol; y que además de todo esto lo conoce y lo entiende como pocos. No hay muchos de los que se pueda aprender y dé tanto gusto escuchar cuando se refiere específicamente al juego como él.
Por eso, no hay mal que por bien no venga. Ojalá Diego (hace unas cuantas líneas ya que dejé de usar su apellido) pueda capitalizar esta experiencia. Ojalá se decida definitivamente a ser técnico y se dedique de lleno a dirigir. Que entrene equipos u otras selecciones, que gane cosas, que se pegue más porrazos, que se enriquezca para esta nueva etapa de su relación con el deporte del cual es el dios viviente.
Así, dentro algunos años llegará otra vez a la puerta del predio de Ezeiza, le entregaremos un buzo celeste y blanco, un silbato y le diremos: “¡pase Maestro; lo estábamos esperando!”

sábado, 26 de junio de 2010

Nobleza obliga

Es muy importante para mí escribir esto antes del partido de mañana ante México. ¿Por qué? Por una razón muy simple: para que los resultados no sean un condicionante a favor ni en contra.
El 30 de octubre de 2008, el mismo día en que Diego se hizo cargo de la Selección, expresé lo que sentía y pensaba acerca de su designación y también dije que me encantaría tener razones en algún momento para escribir que aquel texto contenía conclusiones equivocadas.
En eso estoy en este momento. Ahora, que los nuestros cumplieron holgadamente con el mínimo exigible y antes de que se metan en la etapa de la búsqueda de logros importantes. Ahora, que todavía no se ganó nada y antes de que el análisis se contamine irremediablemente por la influencia del "diario del lunes".
Me pone muy feliz la actualidad de Diego Maradona. En el texto que cité antes hice una sentida mención de lo que él significa para todos los que amamos el fútbol y tenemos la enorme fortuna de ser argentinos para haberlo disfrutado en la cancha teniéndolo de nuestro lado. Pero, al mismo tiempo, la razón me llevaba a tener reservas y a no ser muy optimista.
Ha pasado el tiempo y mucha agua ha corrido debajo del puente. Este presente de Maradona no sólo me alegra por la cuestión sentimental de la gratitud que siento por él. Noto, además, un enorme y positivo cambio. La Selección que está jugando el Mundial no tiene nada que ver con aquella que fue a Uruguay en noviembre con la posibilidad latente de quedarse fuera. Aun a riesgo de pecar de insistente, repito que no estoy refiriéndome a los resultados deportivos.
Esta saludable realidad tiene que ver con otros aspectos. Por ejemplo, con la sólida cohesión que muestra un equipo argentino plagado de figuras, esas que muchas veces tienen problemas para controlar su ego y subordinarse sin condiciones al interés colectivo representado por las decisiones del entrenador. Diego Milito, por sus logros en la última temporada, podría ser considerado uno de los tres delanteros más importantes del mundo. Hoy por hoy es una estrella, sin dudas. Sin embargo, se banca sin chistar ser suplente y hasta se lo ve festejar con honesta alegría los goles de otros que están en el lugar en el que él seguramente quiere -y merece- estar. Demichelis comete un error costoso contra Corea del Sur y lo primero que hace Diego al finalizar el partido es correr a abrazarlo delante de todo el mundo, como inequívoca señal de apoyo irrestricto. Los encuentros con los periodistas son relajados, con conceptos firmes y sin demasiados conflictos innecesarios, de esos que a veces van a buscar algunos impresentables que quieren convertirse en la vedette de la conferencia. Punto a favor de lo que parece ser una clara pauta de conducta, muy distinta de la del Diego de poco tiempo atrás.
No vale la pena desmenuzar también en este espacio las virtudes futbolísticas y las debilidades, que también existen, de nuestro seleccionado. Abundan los análisis tácticos y estratégicos y muchos los hacen mejor que yo. Sí me gustaría destacar, como para retomar la autocrítica de aquella primera impresión de octubre de 2008, que el equipo demuestra trabajo. Se ven claros movimientos de sincronización en la dinámica del juego y también variantes en la utilización de situaciones de pelota detenida. Los cambios que decide el entrenador, más allá de que den puntualmente el resultado buscado, responden siempre a una lógica.
Como si algo faltara para que su nombre se haya convertido para nosotros en un sinónimo del deporte que tanto amamos, Diego ya no sólo vive, sueña, respira y suda fútbol, sino que también lo piensa; y con la misma lucidez con la que dejó solo a Burruchaga contra Schumacher en el 86 y a Caniggia en la calurosa tarde de Turin en el 90, ahora, desde el otro lado de la línea de cal, arma y hace jugar a su equipo.
Creo -espero que así sea- que ahora se entiende un poco mejor por qué es hoy que quiero publicar este texto. Porque todo lo que me gusta del ciclo de Diego Maradona como entrenador nacional no tiene que ver con la estadística. Los años de periodismo con Víctor Hugo -el Más Grande- me han inculcado la vocación de no convertirme en un mero comentarista de resultados. Por eso quería quería decir esto hoy, antes de que se juegue el partido contra México por los octavos de final del Mundial. Porque quiero que quienes se toman la molestia de seguir este espacio, al que tenía bastante abandonado, sepan que, aunque los aztecas nos dejen con las manos vacías mañana, lo que pienso es esto. Que noto un cambio, que me parece muy positivo y que hoy me alegra tener muchas razones para escribir lo que están leyendo.
Nadie como Diego Armando Maradona merece que le vaya bien con el seleccionado argentino, cualquiera sea el lugar desde el cual se relaciona con ella; y nadie como él se merece estas líneas reivindicatorias de quienes lo queremos bien y le estaremos siempre agradecidos, aunque aterrice en Ezeiza con la copa el 12 de julio o regrese a nuestro país antes de esa fecha y con las manos vacías.

viernes, 16 de octubre de 2009

Autocrítica, divino tesoro

No resiste demasiado análisis el hecho de que bajo la conducción de Diego Armando Maradona en el rol de entrenador a la Selección Argentina no le ha ido nada bien. Terminó cuarta en una eliminatoria hecha a la medida de los grandes del continente. Es cierto que la herencia que dejó Basile no era fácil de remontar, pero Diego no le hizo ningún aporte sustancioso al cambio de rumbo y los pocos en los que hizo notar su mano contribuyeron a empeorar el panorama. Errores tácticos de principiante en el partido de La Paz ante Bolivia le hicieron sufrir una cachetada que habría significado el final de cualquier otro entrenador. Ante una derrota con idénticos números contra Argentina, Hernán “Bolillo” Gómez debió dejar el representativo ecuatoriano argumentando que ese 1-6 era un resultado “sacatécnicos”. Diego sobrevivió, aun cuando el claro desnivel de jerarquía a favor del equipo argentino era una agravante para semejante caída. En poco más de cinco años a cargo de la Selección y con dos ciclos mundialistas desde su inicio –el segundo trunco-, Marcelo Bielsa nominó ciento diez jugadores; en cambio, con once meses en la gestión y habiendo asumido un año y medio antes del Mundial, lo que equivale a la etapa de definiciones del proceso camino al máximo torneo, Maradona convocó a casi ochenta jugadores; a Sudáfrica sólo podrá llevar veintitrés. Hubo muchachos a los que convocó y borró sin que una u otra decisión parecieran respaldadas por algún criterio razonable. Arrancó con gran dedicación, viajando al encuentro de sus futbolistas en cualquier lugar del mundo en el que los jugadores se desempeñaran, pero el ritmo de entrenamiento de los últimos tiempos distaba de ser el acorde a la exigencia de la altísima competencia. Esto no es hacer leña del árbol caído; en un texto que publiqué el mismo día en el que Diego se hizo cargo del seleccionado, dejé claro qué pensaba de su designación.
El 11 de julio de 1982, Enzo Bearzot estaba en su día de gloria. Minutos antes, el equipo que dirigía, la Selección de Italia, le había ganado por 3 a 1 la final del Mundial de España a Alemania en el estadio Santiago Bernabéu, en Madrid. El entrenador y sus dirigidos habían sido ferozmente criticados durante todo el proceso que los llevó hasta la definición contra los germanos. Llegado a la conferencia de prensa tomó su lugar, observó al auditorio, miró a los periodistas –entre los cuales reconoció a varios de sus críticos- con una evidente ansia de revancha y tomó la iniciativa con una pregunta hacia ellos que tenía más filo que un puñal: “¿ Y ahora?”
Algo más de veintisiete años después, Diego Armando Maradona eligió otro camino para tomar su desquite. Tras la victoria 1 a 0 ante Uruguay en el mismísimo estadio Centenario, festejó dentro de la cancha más como hincha que como entrenador. No estamos acostumbrados a cosas así en ese nivel de competencia, pero no caben reproches serios por eso. Un rato más tarde, en la conferencia de prensa, supuestamente con las pulsaciones otra vez en su ritmo normal, se despachó con las guarangadas y obscenidades que todos conocemos y no vale la pena repasar. No es necesario, la conducta de Diego frente a la prensa mundial en ese encuentro no resiste análisis. Fue un mamarracho impropio de alguien con esa responsabilidad. Eso está claro.
Pero me gustaría ir un poco más allá en la observación y asir la lupa sobre lo que hay dentro del impresentable envoltorio que Diego le puso a su bronca. Esta, me parece, fue la primera vez en la que tuvo que enfrentarse con la prensa especializada en fútbol. Hasta el miércoles, sus mayores choques se habían producido contra quienes desde el periodismo de actualidad cubrían los vaivenes de la vida extrafutbolística de Maradona con un tinte intensamente amarillo. Ahora, en cambio, había notado que desde el ámbito desde el cual muchos antes lo alababan incondicional e interesadamente y se habían beneficiado con su “amistad” ahora se cruzaban de vereda. En su concepto, lo habían traicionado. Diego cometió el grave error de generalizar y no marcar puntualmente a los destinatarios de su grosería, salvo a uno que estaba en la conferencia y fue desubicadamente abordado por el Diez, pero creo que no está del todo errado en su diagnóstico.
Desde mi punto de vista, muchas actitudes de algunos que dicen trabajar de periodistas son un atentado al periodismo. Como amante de esta profesión, después del triunfo ante Uruguay me dio pena ver cómo las dos pretendidas estrellas de la cobertura en campo de juego corrían ansiosamente detrás de los jugadores a los que segundos antes habían visto dedicarles cantitos hostiles a los “putos periodistas”. “Diego, amigo”, decía el cronista-cantante que intentaba hablar con él. En esos remedos de entrevista que tuvo con los jugadores no aludió ni mínimamente al tema, ni siquiera ante la encomiable mesura y ubicación que mostró Juan Sebastián Verón frente a los micrófonos. En el multimedios en el que trabaja el periodista que se cruzó con Diego en la conferencia de prensa, todos los cañones estuvieron apuntados a despedazar a Maradona haciendo un minucioso análisis de su campaña como nunca antes se lo habían permitido. Todos los periodistas del grupo aportaron sus piedras al intento de lapidación, en una muestra del más ramplón corporativismo, el mismo que inundó a casi todos los medios desde que se produjo el indefendible exabrupto de Maradona. Para eso sí hay unión; para atacar sin cuartel y desde todos los frentes a cualquiera que ose cuestionar a esta inagotable fuente de virtud impoluta que cree ser el periodismo argentino, ese que vive buscando la paja en el ojo ajeno sin ver la viga en el propio y exigiendo autocrítica de todo el mundo cuando ha sido y es incapaz de ejercerla, a pesar de lo mucho que la necesita.