Estoy de acuerdo
con que la AFA no tiene un sistema de justicia deportiva confiable. Fallos
distintos ante situaciones similares, fallos reñidos con las reglas, fallos a
medida del lobby que sea capaz de hacer el dirigente del club infractor y mil
etcéteras refuerzan esta certeza. No hay dudas de eso, no está en discusión.
La convicción
precedente, sin embargo, no sirve de ninguna manera como explicación ni
atenuante para hechos como los ocurridos en el estadio de San Lorenzo el último
domingo, tras el partido contra Colón. Una cadena de sucesos que debería
avergonzarnos en nuestra condición de seres civilizados aficionados al fútbol.
Ya se ha analizado
profusamente la jugada en cuestión y parece acreditado que Abal hizo una
errónea interpretación de la recomendación que la FIFA había emitido para ese
tipo de situaciones. Pero por seguro que se esté del error cometido por el árbitro
(que no tuvo veinte repeticiones ni ángulos distintos para observar el
movimiento de José Palomino), no se puede querer linchar al árbitro en su
salida del campo de juego, no se puede permitir (si no, directamente, alentar)
el ingreso de particulares y/o barrabravas a sectores restringidos en una
pretendida búsqueda de “justicia”. Mucho más, cuando –por ejemplo- la misma
gente de San Lorenzo festejó un error mucho más grave de Carlos Maglio en la
decimoséptima fecha del Apertura pasado contra Tigre (rival directo en la pelea
por la permanencia), cuando convalidó un gol de Nicolás Bianchi Arce que debió
ser anulado por una grosera falta previa de Cristian Tula a Carlos Casteglione.
Primera conclusión, básica, casi obvia para todo verdadero amante de cualquier
deporte: los errores arbitrales van y vienen. Lo que hoy es un perjuicio, ayer
fue o mañana será un beneficio. Es parte del juego y hay que entenderlo y
aceptarlo así.
Antes de irnos de
este ya famoso partido, detengámonos para este párrafo en la actitud casi
antiprofesional de los jugadores de San Lorenzo, con Palomino a la cabeza: se
desentendieron de la jugada al ver al asistente Fernández con la bandera
levantada, cuando hasta en el fútbol infantil se tiene claro que el único
elemento –y ningún otro- que detiene el juego es el silbato del árbitro; y no
hay ninguna duda de que el de Diego Abal jamás sonó en la mentada situación.
Todo lo acontecido
en el Nuevo Gasómetro es el punto de partida para una serie de reflexiones.
No se puede desde
los medios fogonear la violencia, ya sea por desconocimiento o búsqueda de
rating. Está bien citar el error de Abal, analizarlo y, fundamentalmente, enseñar
de qué se trata. Está mal demonizar al árbitro arrojando sobre él un manto de
sospecha. Si hay elementos que lo comprometen, hay que hacer la denuncia; si no,
hay que aceptar y tolerar el error ajeno con la misma indulgencia con la que
dejamos pasar los propios. Está mal mostrarse comprensivo y casi entender como
lógicas las reacciones violentas, aunque sea amparándose en lo comentado en el
primer párrafo de este texto. Nunca está bien la violencia. Nunca, por ninguna
causa. Se trata de hacer el trabajo con buena leche.
No se puede, desde
el amor a un club, creer que la justicia pasa por romper todo (hasta el propio
estadio) y linchar a un árbitro que cometió una equivocación o, peor aún,
amenazar a su familia y alentar a un ataque físico contra él publicando en
foros de hinchas su domicilio y su número de teléfono. No se puede, como
persona de bien, gritar a los cuatro vientos ante una eventual injusticia
perjudicial y, luego, entender la beneficiosa como una justa compensación,
porque así no se está buscando justicia, sino solamente fallos favorables,
dando igual que sean justos o injustos. No se puede, desde la angustia que
genera la situación deportiva, pensar que todo se debe a una confabulación
siniestra tendiente a hacer descender a un equipo que, especialmente desde sus
últimas conducciones dirigenciales, hizo más que sobrados méritos para estar
donde está.