Hace ya
muchos años, Julio Humberto Grondona, entonces presidente de la AFA, explicó
sin rodeos en una recordada entrevista televisiva el porqué del sistema de
promedios para determinar los descensos de categoría en el fútbol argentino. “Don
Julio” le explicó a Ramiro Sánchez Ordóñez que se los instauró para cuidar a
los equipos grandes y agregó que era igualmente beneficioso para los
periodistas, que se verían también perjudicados por la eventual ausencia de los
equipos más convocantes en la máxima categoría.
Hace pocos
días, ante el surgimiento de versiones que daban cuenta de que en algún
estamento de nuestro fútbol se estaba considerando la iniciativa de eliminar
los promedios en la Superliga, no fuimos pocos los que nos ilusionamos con la
idea de que por fin se aboliría un mecanismo que consideramos anacrónico,
distorsivo y, fundamentalmente, injusto.
Para empezar
el análisis desde lo más simple, cabe decir que esa finalidad confesada por
Grondona no fue lograda; porque si tomamos en cuenta a los cinco denominados “grandes”
de nuestro medio, tres de los cuatro que descendieron se fueron a la B empujados
por la aplicación del sistema de promedios. Sólo San Lorenzo perdió la
categoría por la tabla anual, en agosto de 1981. Racing Club (1983), River Plate
(2011) e Independiente (2013) cayeron por el cómputo de las tres temporadas precedentes.
Más allá de
la innegable ineficiencia del sistema de promedios en función de los poco
nobles objetivos para los que fue concebido, su aplicación genera efectos
distorsivos. Para buscar precisiones al respecto vale la pena adentrarse en este hilo de Twitter del colega Gastón Fernández, que se tomó el trabajo de revisar
quiénes descendieron por promedios y quiénes debieron haber descendido en el
caso de que se usara la tabla anual, la misma con la que se determina al
campeón y a los representantes argentinos en los torneos continentales de
clubes. Es decir, la misma a la que se recurre para dirimir todos los objetivos
en las ligas mejor organizadas alrededor del planeta futbolero.
El informe
de Fernández demuestra cómo, en el mejor de los casos, los promedios salvan o castigan
a destiempo como regla general; o algo peor: en ese raconto queda claro que los
promedios condenaron al descenso a algún equipo que no lo habría merecido en
ninguna de las tres temporadas contempladas en el momento de su pérdida de la
categoría. Es una locura y, sin embargo, para quien esto escribe ese puede ser
el menor de sus defectos. Más importante, por ende más cuestionable aún, es que
el sistema rompe con un principio elemental de cualquier competencia que
pretenda ser seria: el de la igualdad ante las reglas de esa competencia. En
cada temporada hay equipos que la comienzan con la plena certeza de que no descenderán
aunque hagan la peor campaña de su historia. No todos juegan en las mismas condiciones
cuando se trata de la lucha por la permanencia; y eso es la injusticia por
definición, la cual no queda licuada por el hecho de que todos conozcan las
reglas de antemano, como muchos argumentan a la hora de defender la aplicación
de los promedios.
Es prácticamente
imposible -y creo que ni siquiera corresponde hacerlo- evitar que los grandes
sean grandes y los demás no lo sean tanto. La recaudación de fondos producto de
la masa societaria o el poder de convocatoria, la mejor posición ante
eventuales negociaciones de jugadores o la mayor disponibilidad de recursos
derivada de otros ingresos hace que la brecha sea cada vez más amplia en ese
aspecto; y eso, repito, es inevitable. Pero lo que no se puede permitir, ni
mucho menos promover, es que la estructura de la competencia establezca
criterios que contribuyan a agrandar esas diferencias que podríamos denominar
como naturales. La organización debe garantizarle las mismas posibilidades reglamentarias
a cada uno de los participantes. Todos deben empezar desde el mismo punto de
partida, desde cero, y la consecución de los distintos objetivos debe ser
determinada por la misma tabla.
En el fútbol
sudamericano como conjunto se puede advertir una interesante intención de
copiar criterios organizativos de los europeos, que han logrado elevar todas
sus competencias al más alto nivel. El problema surge, creo, cuando esa
intención choca con algunas bases del status quo reinante. No sirve hacer esa
transformación por la mitad. La organización de todos nuestros torneos tiene
que estar cada vez más cerca de los estándares europeos que tanta admiración
nos despiertan; y eso, tengámoslo por seguro, no es una cuestión de recursos. Se
trata de convicción, de determinación y de terminar de entender que la
competencia futbolística bien organizada es más seria; si es más seria es más competitiva;
y si es más competitiva es más atractiva.