“ESTO SE VA A RESOLVER EL DÍA QUE NO ESTÉ GRONDONA.”
¿Cuántas veces hemos escuchado o
dicho esta sentencia? Cientos, miles, millones de veces. El postulado parecía
tener una carga irrefutable de lógica. Julio Grondona no sólo era el presidente
de la AFA, sino que también era una especie de dios todopoderoso habilitado
para tomar decisiones que podían vulnerar las propias reglamentaciones y que
eran aceptadas por todos los dirigentes con el mismo gesto con el que un chico
obedece un mandato “porque lo dijo papá”.
Julio Grondona se fue de la vida
hace algunos meses y no se percibe que nada esté empezando a cambiar ni mucho
menos. Los dirigentes quieren manejar todo como se hacía cuando vivía Don
Julio, a quien le bastaba subir o bajar un pulgar para terminar con un
conflicto. Ahora no tienen a quién recurrir, sino que tienen que hacer aquello
para lo que fueron elegidos, ya sea en las elecciones de los clubes como por
sus pares dentro de la estructura de la AFA; y como siempre supieron que en
última instancia “papá” sabría qué hacer, nunca se esforzaron por ser mejores.
Su mayor empeño lo dedicaban a ver de qué forma se ganaban el favor de papá,
sabiendo que al que estuviera cerca de Grondona el sol lo mantendría calentito
aunque hiciera frío polar.
Cualquier actividad deportiva
competitiva tiene que tener un entorno reglamentario que brinde un marco de
igualdad a todos sus participantes. Igualdad no es pretender que el grande deje
de ser grande y que el chico deje de ser chico sólo por una decisión. Igualdad,
en este aspecto, es que ante el mismo hecho se aplique la misma regla sin
importar quiénes sean los involucrados. Aquello de la balanza y la venda en los
ojos.
Este es, para mí, uno de los
principales problemas de nuestra organización; pero es una deficiencia tan
elemental, que influye decisivamente en el desarrollo de toda la actividad. Una
competencia deportiva es, también, un choque de intereses; y necesita de reglas
claras que en nuestro contexto están sancionadas, pero que rara vez son
aplicadas; y al que le toca eventualmente someterse al rigor de las leyes no lo
acepta porque a otro competidor no se lo aplicaron cuando lo merecía. Así
entramos en una cadena viciosa en la cual nadie quiere ser el primer eslabón
que se corta. Así no hay manera.
Los dirigentes, desde su lugar de conducción, deberían dar el ejemplo de sometimiento a las reglas que, por otra parte, no aparecieron talladas en una piedra encontrada en lo alto de un monte. No. Esas reglas se sancionaron en los recintos de la AFA por iniciativa y con la aprobación de esos mismos dirigentes que hacen todos los malabares posibles para vulnerarlas. Hacen lobby, rosquean, presionan, embarran la cancha, trafican influencias. No dan ningún buen ejemplo.
La “grondonean” sin Grondona y así nos va.
“EL PROBLEMA DE LA VIOLENCIA EN
EL FÚTBOL SE ARREGLA CUANDO METAN EN CANA A LOS BARRAS.”
En mi opinión, y de acuerdo a la
evolución del problema de la violencia en nuestro fútbol a lo largo de los
años, esa sentencia es una simplificación de la mirada.
Las barras bravas son un
problema, desde ya. En su mayoría –por no decir todas- responden cabalmente a
la definición que da el código penal de una asociación ilícita: grupos de
personas que se reúnen con la finalidad de delinquir. ¿Tienen que ir presos?
Sí, en la abrumadora mayoría de los casos.
Pero hoy, la temática de la
violencia en los estadios excede a la problemática de los barras. Con los años,
el hincha común se “barrabravizó”. Por acción u omisión le dio al barrabrava la
entidad de ejemplo de amor al club por medio de adoptar los criterios que los
barras tenían antes de postergar ese amor por el pragmatismo de los negocios.
El barrabrava ya no se pelea “por los colores” porque está en otra cosa y el hincha
común “defiende” los colores como si fuera un barrabrava. No tolera la victoria
de un rival (ni hablar de tener que comerse como local un festejo ajeno, cosa
que “hay” que evitar por todos los medios) y hasta le resulta provocativa la mera
presencia o cercanía de un rival. Cuando todavía se habilitaba el ingreso de
visitantes a los estadios, éstos eran ubicados en pequeños guetos a los que
debían acceder por caminos especialmente trazados en la calles aledañas con
paneles que impiden que los hinchas de uno y otro (todos ellos personas
integrantes de la misma sociedad) puedan verse siquiera.
Una vez dentro, todo el mundo
vive el partido con una carga de tensión inusitada. Basta con ver la reacción
que genera un gol, que suele liberar una descarga de bronca contenida y no la
expresión de alegría que sería esperable por la conquista del equipo del que se
es hincha. Ese gol desata un festejo que no tiene que ver con la propia
satisfacción tanto como con la posibilidad de enrostrárselo a quien lo
padece en el mismo partido o a algún clásico rival al que, seguramente, ese gol
no le caerá bien.
Hay cero capacidad de asimilar la
frustración deportiva. Si se perdió es porque “nos robaron”, porque “molestamos
y nos tiran al bombo” o porque los jugadores son “mercenarios y/o cagones”,
entre otras argumentaciones; y si esa frustración es el descenso de categoría,
algún bobo lo equiparará con la pérdida de un familiar y se sentirá autorizado
a manifestar su malestar de la forma que se le ocurra, sin ningún concepto de
los límites.
Ya está naturalizado y casi que
se hizo ley que un jugador no pueda gritar un gol hecho contra su exclub y,
muchísimo menos, si lo consigue en calidad de visitante; y aunque no haga un
gol, será hostigado durante todo el partido por el solo hecho de tener otra
camiseta; y con los clásicos, la fiebre rompe todos los termómetros. El aire se vuelve irrespirable en los días previos y posteriores. Son tan pocas las excepciones en este punto, que no llegan a torcer
esa nefasta tendencia.
Los periodistas como colectivo,
también con las excepciones como mínima expresión, tenemos nuestra parte de
responsabilidad por lo que hacemos o no. Fueron muchos años de demagogia legitimando todas las reacciones del hincha. Muchos años de convalidar,
erróneamente y sin alertar sobre los excesos, la certeza de que “somos los
hinchas más apasionados del mundo”. Muchos años de alimentar o no condenar
desde sus primeras manifestaciones a la cultura del aguante. Muchos años de
ocuparnos de lo que pasa fuera del terreno de juego muchísimo más que de lo que
pasa dentro. Muchos años de dejar crecer el “periodismo fierita”. Muchos años de
pereza intelectual, en lugar de agrandar nuestro horizonte de conocimiento para
robustecer nuestra capacidad de análisis. Muchos años de pensar y ejercer el
periodismo como un fin y no como un medio, atendiendo, defendiendo o no
denunciando intereses no compatibles con nuestra función específica.
Muchos años de hacer las cosas
mal, como se las hace en cada uno de los aspectos que se suman para que la
realidad de nuestro fútbol sea la que tenemos hoy.